Salí para Avenida de Mayo y encaré hacia Catedral. Ya era la hora del almuerzo y traté de comunicarme con dos amigos que trabajaban en la zona. Uno en un banco, otro en la casa de gobierno. Solo este último contestó. Me invitó a comer y me dijo que fuera a la explanada situada en Rivadavia. Me acerque esperando que salga. Sin embargo, lo vi hablar de manera poco informal con unos vigilantes uniformados. Me hizo señas y se acercó. “Vení pasa”-me dijo. Uno de los policías me abrió la puerta: “adentro te van a parar, yo no tengo nada que ver”. “No te preocupes” le respondió al vigilante y me hizo pasar. Por lo bajo me dijo “este se hace el duro ahora, pero me debe favores”. Caminamos rápido hacia la puerta secundaria, aunque yo estaba embobado con la principal y los granaderos, siempre pintorescos. El breve trayecto desde el portón a la puerta pude observar en puntos estratégicos policías bien ubicados y varias personas vestidas con traje y aspecto duro. Eran militares y eran una plaga en ese lugar. “Cagaste… se sentó el policía” dijo señalando a un nuevo uniformado. Se adelantó y hablo brevemente con él. El policía rezongo un poco y me hizo señas. La mochila paso por los Rayos X y yo por el detector de metales. Todo estaba limpio. Por segunda vez estaba en la Casa Rosada.
Hacia cuatro años había sido la primera, con motivo del recital que brindó Charly Garcia. En ese momento me chocó mucho la cantidad de militares uniformados de fajina que estaban en el lugar, serios, como si fueran a reprimir cada canción que se toque. Esa vez miré el almanaque para comprobar que el 76 estaba lejos. Ahora, año 2005/2009, el 76 seguía lejos, pero los militares, de verde y armados, seguían adentro. No seria la única sorpresa.
Ni bien pase el detector de metales me di cuenta que estaba en la Galería de los Bustos. No tarde en buscar el centro del salón para observar todo, pero la mano de mi amigo me agarro de la remera “¡¿Dónde vas?! Si te ven te rajan”. “Pasa por acá”. Entramos a un pasillo, siguiendo una alfombra roja. El lugar era inmenso. “Estas en un lugar prohibisimo”. A lo largo de ese pasillo había puertas enormes, con decoraciones envidiables. Se leían carteles como “Privada del Vocero”, “Secretaria General”, “Vocero oficial”. Llegamos al final del pasillo y doblamos a la derecha. “Vamos a ir por el ascensor de servicio, el antiguo ascensor presidencial. En este subía Irigoyen”. No mentía. El aparato era un lujo del siglo pasado. Una caja de madera, estrecha donde apenas cabíamos dos personas, pero que estaba conservado como si fuera su primer año. El único detalle moderno eran los botones y la voz que anunciaba los pisos. Llegamos al tercero.
Al bajar del ascensor tuve la impresión de estar detrás de las bambalinas de un teatro. Paredes despintados, cubículos sin terminar, piso de cemento; todo contrasrtaba con el lujo anterior. Eran las distintas dependencias. Caminamos por un pasillo, doblamos varias veces y aparecimos en el famoso patio central. Mire las palmeras y la fuente, deteniéndome para apreciarlas, como no lo había podido hacer la primera vez. Observe una cola de gente. Entré al despacho de mi amigo y dejé la mochila. “Vamos a comer”. Creí que con esa frase terminaba mi recorrido, pero no fue así. Caminamos hacia la cola de gente y esperamos. Esperamos en una puerta donde había varios carteles. “Menú Diario $3,5”. Entramos y me pidió que me siente, porque el lugar se llenaba y si no había qué esperar, el iba a comprar. Me trajo los vales y tal como anunció, nos quedamos sin lugar en la misma mesa. Estuvimos separados. Eso me daría cierto tiempo para observar el lugar con detenimiento. Era una sala bastante angosta, que se doblaba como una ele. Las paredes eran todas de madera y las mesas estaban muy juntas. Era, visiblemente, una sala que no tenía otro uso y que la destinaron a comedor. Estaba todo mal distribuido y no alcanzaba para todos. La gente se quedaba parada. Y con gente me refiero a los laburantes. Estaban ahí varios secretarios, los encargados de seguridad, civiles, los obreros que hacían las refacciones, algunos militares, los granaderos y los de mantenimiento. Todos los no-importantes de país, en el lugar donde se deciden sus destinos. Me senté en una mesa con tres muchachos con edades entre los 20 hasta los 35. Eran albañiles y pintores. Lo intuí por el contraste con el resto –de traje en su mayoría- y ellos –con remeras de fútbol, manchadas- y por la charla –comentaban acerca de los lugares que faltaban pintar y otro tanto que revocar-. De fondo se veia Crónica y su habitual amarillismo.
El sistema era simple el mozo pasaba y se llevaba el vale correspondiente (Gaseosa, Primer Plato, Segundo Plato, Postre). La gaseosa consistía en una imitación de Lima Limón bastante aguada. El primer plato medio huevo duro, radicheta y zanahoria rayada, en raciones francamente ahorrativas. El segundo plato era un pedazo de pollo y arroz con tuco. Esta porción, bastante abundante, y muy apetecible, en el fondo tenía algo pobre. Le faltaba el amor de una madre. Comprendí entonces que no eran cocinados por Cristina en persona. El postre fue lo mas pauperrimo. Consistía en una ensalada de fruta con tres pedazos de manzana, dos uvas y una cereza. Sin almíbar. Creí que era un chiste y que habría algo mas. Los obreros se levantaron y saludaron, encaminados para su deber. Yo miraba el plato. Un bonito diseño que decía “Casa Rosada-Argentina” y tenia estampado el dibujo de dicha casa. Me habría gustado tener uno. Y un poco mas de esmero en esa comida. No se puede pedir mucho por $3,5 pero si un poco mas de amor ¿no?.
Hacia cuatro años había sido la primera, con motivo del recital que brindó Charly Garcia. En ese momento me chocó mucho la cantidad de militares uniformados de fajina que estaban en el lugar, serios, como si fueran a reprimir cada canción que se toque. Esa vez miré el almanaque para comprobar que el 76 estaba lejos. Ahora, año 2005/2009, el 76 seguía lejos, pero los militares, de verde y armados, seguían adentro. No seria la única sorpresa.
Ni bien pase el detector de metales me di cuenta que estaba en la Galería de los Bustos. No tarde en buscar el centro del salón para observar todo, pero la mano de mi amigo me agarro de la remera “¡¿Dónde vas?! Si te ven te rajan”. “Pasa por acá”. Entramos a un pasillo, siguiendo una alfombra roja. El lugar era inmenso. “Estas en un lugar prohibisimo”. A lo largo de ese pasillo había puertas enormes, con decoraciones envidiables. Se leían carteles como “Privada del Vocero”, “Secretaria General”, “Vocero oficial”. Llegamos al final del pasillo y doblamos a la derecha. “Vamos a ir por el ascensor de servicio, el antiguo ascensor presidencial. En este subía Irigoyen”. No mentía. El aparato era un lujo del siglo pasado. Una caja de madera, estrecha donde apenas cabíamos dos personas, pero que estaba conservado como si fuera su primer año. El único detalle moderno eran los botones y la voz que anunciaba los pisos. Llegamos al tercero.
Al bajar del ascensor tuve la impresión de estar detrás de las bambalinas de un teatro. Paredes despintados, cubículos sin terminar, piso de cemento; todo contrasrtaba con el lujo anterior. Eran las distintas dependencias. Caminamos por un pasillo, doblamos varias veces y aparecimos en el famoso patio central. Mire las palmeras y la fuente, deteniéndome para apreciarlas, como no lo había podido hacer la primera vez. Observe una cola de gente. Entré al despacho de mi amigo y dejé la mochila. “Vamos a comer”. Creí que con esa frase terminaba mi recorrido, pero no fue así. Caminamos hacia la cola de gente y esperamos. Esperamos en una puerta donde había varios carteles. “Menú Diario $3,5”. Entramos y me pidió que me siente, porque el lugar se llenaba y si no había qué esperar, el iba a comprar. Me trajo los vales y tal como anunció, nos quedamos sin lugar en la misma mesa. Estuvimos separados. Eso me daría cierto tiempo para observar el lugar con detenimiento. Era una sala bastante angosta, que se doblaba como una ele. Las paredes eran todas de madera y las mesas estaban muy juntas. Era, visiblemente, una sala que no tenía otro uso y que la destinaron a comedor. Estaba todo mal distribuido y no alcanzaba para todos. La gente se quedaba parada. Y con gente me refiero a los laburantes. Estaban ahí varios secretarios, los encargados de seguridad, civiles, los obreros que hacían las refacciones, algunos militares, los granaderos y los de mantenimiento. Todos los no-importantes de país, en el lugar donde se deciden sus destinos. Me senté en una mesa con tres muchachos con edades entre los 20 hasta los 35. Eran albañiles y pintores. Lo intuí por el contraste con el resto –de traje en su mayoría- y ellos –con remeras de fútbol, manchadas- y por la charla –comentaban acerca de los lugares que faltaban pintar y otro tanto que revocar-. De fondo se veia Crónica y su habitual amarillismo.
El sistema era simple el mozo pasaba y se llevaba el vale correspondiente (Gaseosa, Primer Plato, Segundo Plato, Postre). La gaseosa consistía en una imitación de Lima Limón bastante aguada. El primer plato medio huevo duro, radicheta y zanahoria rayada, en raciones francamente ahorrativas. El segundo plato era un pedazo de pollo y arroz con tuco. Esta porción, bastante abundante, y muy apetecible, en el fondo tenía algo pobre. Le faltaba el amor de una madre. Comprendí entonces que no eran cocinados por Cristina en persona. El postre fue lo mas pauperrimo. Consistía en una ensalada de fruta con tres pedazos de manzana, dos uvas y una cereza. Sin almíbar. Creí que era un chiste y que habría algo mas. Los obreros se levantaron y saludaron, encaminados para su deber. Yo miraba el plato. Un bonito diseño que decía “Casa Rosada-Argentina” y tenia estampado el dibujo de dicha casa. Me habría gustado tener uno. Y un poco mas de esmero en esa comida. No se puede pedir mucho por $3,5 pero si un poco mas de amor ¿no?.
No hay comentarios:
Publicar un comentario