Salimos y fuimos al despacho. Había tres personas mas, algunas de las cuales me conocían y me saludaron afectuosamente, no sin asombrarse mucho de mi presencia y preguntarme como pase. ¿Por qué parecía tan difícil entrar? Probablemente porque lo era. Recorriendo el lugar lo comprobé. Salimos a caminar por el tercer piso, el segundo era difícil, el primero inaccesible. Lo primero fue chusmear por las cerraduras el Salón Blanco, vacío se veía mucho mas lindo. Pero era incomodo para observar. Adema un militar que vea que espiamos podría hacer un fusilamiento sumario. Cruzamos puertas, entradas y salimos a pequeños patios interiores. Seguimos caminado y el lugar se convirtió en un laberinto. De haber estado solo no dudo que todavía buscaría la salida. Lo curioso es que al doblar una esquina me encontré una escalerita que visiblemente se dirigía al techo. La idea bizarra de estar en el techo de la casa de gobierno me enamoró. Amagué a subirme, pero la mano de mi amigo me frenó. “Ni se te ocurra. Ahí están los militares”. Lo mire y mire de nuevo la escalera. “¿Hay francotiradores?” pregunté entendiendo la precaución. “Seguro”. Bajamos al segundo piso, no sin cierta preocupación en mi interior ¿de que se defendían?.
La Casa Rosada es la inversa de la escala social: Cuando mas abajo se está, mas lujos. El segundo piso contenía gran cantidad de obras de arte, muchas comodidades y mucha vigilancia (militar claro). Llegamos a una de las escaleras donde había un mural de San Martin. El lugar estaba oscuro pero desde las sombras se veía la majestuosidad del general en su caballo. Pasamos por las distintas salas, esculturas, espejos, un enorme jarrón francés de 1905. La higiene del lugar era excesiva y la soledad mucha. Apenas un cristiano cada dos o tres habitaciones y por supuesto un militar de traje en cada una, motivo por el cual debía andar en puntas de pie. Llegamos a una gran escalera que hacia su costado tenia una puerta de gran dimensión. Estaba entreabierta. No parecía tener llave. En cambio un teclado con números y un circulo rojo era la combinación de seguridad: la puerta se abría por reconocimiento digital y una clave de cuatro dígitos. Aunque todas las dependencias se abrían así, me di cuenta que esa no era una sala común. Imagine estar delante del tesoro de la nación o en el lugar donde guardaban las manos de Perón. Mi amigo entró y habló un poco con dos personas en el interior. Se escucho una voz “Decile al pibe que pase”. Un joven bajo, morocho (literalmente, de la tonalidad de Obama) de traje y con un porte que revelaba su pertenencia a la fuerza militar salió, me dio la mano y me hizo pasar. Adentro, también de traje sentado en un sillón envidiable y con cierto aspecto antiguo estaba sentado un policía que gentilmente me dio la mano. Mi amigo me hizo pasar a un pasillo que terminaba en una gran puerta. A los costados había otros despachos, con puertas de gran tamaño también. “Esa puerta donde termina el pasillo-me dijo- es la oficina de la presidenta. No entiendo como te dejaron llegar hasta acá”. Me reí mucho. “Por mi cara de bueno… de bueno o de buenudo, no es la primera puerta que me abre”. Reconozco que también ayudo que la presidenta estaba en fuera de la ciudad. El resto de los despachos eran del Jefe de Gabinete y algún que otro secretario-medio pinche. A la izquierda estaba el ascensor presidencial. Era en su totalidad de madera, parecía recién lustrado. Era también de estilo antiguo, pero impecable. Tendría capacidad para ocho personas, y un banco de madera forrado de terciopelo. Daban ganas de tirarse una siesta ahí. Pero el tiempo era poco y lo mejor era salir de esa habitación.
Bajamos por la escalera hacia el salón de los bustos otra vez. “Ya esta -me repitió mi amigo- ya te estas por ir, si te echan no hay problema, mirá tranquilo”. Se me iluminaron los ojos. No entendí bien el orden en que estaban colocados. El primero fue Pellegrini, Juarez Celman, Jose Evaristo Uriburu, Roca… ese de al lado con patillas… ¿era Urquiza? Si, era Urquiza, al lado le hacia compañía ¡Derqui! Empecé a entender la concepción de federalismo del país. Después estaban los obvios, Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza, los dos Saenz Peña. En el centro de la sala estaba la estatua del Pocho, mucho más blanca que las demás era nueva o recién bañada. No se si por ahí andaba Irigoyen pero de lejos vi la estatua que decia ser de Alfonsin. Caminando un poco mas se asomaba Alvear y al lado una imagen que me paralizó: Jose Felix Uriburu. Lo mire fijo, y me aleje lento de espaldas como mirando una fiera. Me choque con el busto de Ortiz, enfrente estaba Castillo y a sus espaldas, lo reconocí de perfil, Farrell. Nuevamente me paralicé. Enfrente, en complicidad, Ramirez. Salí corriendo de ese pasillo porque si veía el busto de Ongania iba a vomitar todo el arroz que la tia Cristina nos habia preparado. Me acerque a la puerta, salude a mi amigo, le agradecí la visita y salí corriendo a la explanada, pensando que la próxima vez que volveria a ese lugar, lo mejor seria a punta de fusil. Me metí en el subte con aquel viejo canto setentista –pero no tan desactualizado si le cambiamos el general por algo mas apropiado-. No podia sacarme de la cabeza aquel famoso:
“¿Que pasa, que pasa general
que esta lleno de gorilas
el gobierno popular?”
La Casa Rosada es la inversa de la escala social: Cuando mas abajo se está, mas lujos. El segundo piso contenía gran cantidad de obras de arte, muchas comodidades y mucha vigilancia (militar claro). Llegamos a una de las escaleras donde había un mural de San Martin. El lugar estaba oscuro pero desde las sombras se veía la majestuosidad del general en su caballo. Pasamos por las distintas salas, esculturas, espejos, un enorme jarrón francés de 1905. La higiene del lugar era excesiva y la soledad mucha. Apenas un cristiano cada dos o tres habitaciones y por supuesto un militar de traje en cada una, motivo por el cual debía andar en puntas de pie. Llegamos a una gran escalera que hacia su costado tenia una puerta de gran dimensión. Estaba entreabierta. No parecía tener llave. En cambio un teclado con números y un circulo rojo era la combinación de seguridad: la puerta se abría por reconocimiento digital y una clave de cuatro dígitos. Aunque todas las dependencias se abrían así, me di cuenta que esa no era una sala común. Imagine estar delante del tesoro de la nación o en el lugar donde guardaban las manos de Perón. Mi amigo entró y habló un poco con dos personas en el interior. Se escucho una voz “Decile al pibe que pase”. Un joven bajo, morocho (literalmente, de la tonalidad de Obama) de traje y con un porte que revelaba su pertenencia a la fuerza militar salió, me dio la mano y me hizo pasar. Adentro, también de traje sentado en un sillón envidiable y con cierto aspecto antiguo estaba sentado un policía que gentilmente me dio la mano. Mi amigo me hizo pasar a un pasillo que terminaba en una gran puerta. A los costados había otros despachos, con puertas de gran tamaño también. “Esa puerta donde termina el pasillo-me dijo- es la oficina de la presidenta. No entiendo como te dejaron llegar hasta acá”. Me reí mucho. “Por mi cara de bueno… de bueno o de buenudo, no es la primera puerta que me abre”. Reconozco que también ayudo que la presidenta estaba en fuera de la ciudad. El resto de los despachos eran del Jefe de Gabinete y algún que otro secretario-medio pinche. A la izquierda estaba el ascensor presidencial. Era en su totalidad de madera, parecía recién lustrado. Era también de estilo antiguo, pero impecable. Tendría capacidad para ocho personas, y un banco de madera forrado de terciopelo. Daban ganas de tirarse una siesta ahí. Pero el tiempo era poco y lo mejor era salir de esa habitación.
Bajamos por la escalera hacia el salón de los bustos otra vez. “Ya esta -me repitió mi amigo- ya te estas por ir, si te echan no hay problema, mirá tranquilo”. Se me iluminaron los ojos. No entendí bien el orden en que estaban colocados. El primero fue Pellegrini, Juarez Celman, Jose Evaristo Uriburu, Roca… ese de al lado con patillas… ¿era Urquiza? Si, era Urquiza, al lado le hacia compañía ¡Derqui! Empecé a entender la concepción de federalismo del país. Después estaban los obvios, Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza, los dos Saenz Peña. En el centro de la sala estaba la estatua del Pocho, mucho más blanca que las demás era nueva o recién bañada. No se si por ahí andaba Irigoyen pero de lejos vi la estatua que decia ser de Alfonsin. Caminando un poco mas se asomaba Alvear y al lado una imagen que me paralizó: Jose Felix Uriburu. Lo mire fijo, y me aleje lento de espaldas como mirando una fiera. Me choque con el busto de Ortiz, enfrente estaba Castillo y a sus espaldas, lo reconocí de perfil, Farrell. Nuevamente me paralicé. Enfrente, en complicidad, Ramirez. Salí corriendo de ese pasillo porque si veía el busto de Ongania iba a vomitar todo el arroz que la tia Cristina nos habia preparado. Me acerque a la puerta, salude a mi amigo, le agradecí la visita y salí corriendo a la explanada, pensando que la próxima vez que volveria a ese lugar, lo mejor seria a punta de fusil. Me metí en el subte con aquel viejo canto setentista –pero no tan desactualizado si le cambiamos el general por algo mas apropiado-. No podia sacarme de la cabeza aquel famoso:
“¿Que pasa, que pasa general
que esta lleno de gorilas
el gobierno popular?”
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