Según los criterios demográficos más en boga, una ciudad es más importante cuando es mayor el número de sus habitantes.
Seguramente esto produce indignación entre los filósofos elitistas de la cuadra, que propugnan más bien el uso de pautas aristográficas, de acuerdo a las cuales las ciudades más importantes son las habitadas por los mejores. Los mejores, claro, son ellos.
La idea tiene —a qué negarlo— su interés. Pueblitos que ni figuran en el almanaque del Reader's Digest — Cadaqués, sin ir más lejos— ocuparían de una vez el lugar que merecen.
Pero por ahora, y aún a riesgo de que nos llamen populistas, seguiremos ateniéndonos a la cantidad antes que a la calidad.
Hace algunos años, las estadísticas despertaban nuestro orgullo nacional cuando se nos informaba que Buenos Aires era una de las cinco grandes ciudades del mundo. Sin embargo, en los últimos tiempos viene creciendo dentro de mí la sospecha de que hemos descendido en esa tabla de posiciones, pues ya no lo oigo repetir a cada momento.
Es muy probable que otras poblaciones de dudoso linaje nos hayan sobrepasado.
Es que hoy en día cualquier caserío de mala muerte está habitado por diez o quince millones de aldeanos. Así anda el mundo.
Y llegamos aquí al punto en que quería detenerme. Sabemos que Buenos Aires tiene 10 millones de habitantes o poco menos. Esto significa que hemos contado también a quienes residen en el área metropolitana. Vale decir que San Justo es parte de Buenos Aires. Sostenerlo contrario sería admitir que la nuestra es una pequeña ciudad de tres millones y medio de personas, no mucho mayor que Baltimore.
Sin embargo la ciudad no se comporta como un gigante, sino como un conjunto de enanos.
Los taxímetros de la Capital llegan sólo hasta la General Paz. Los del resto del Gran Buenos Aires no circulan, sino que permanecen detenidos en las estaciones del ferrocarril.
Las calles repiten sus denominaciones en cada municipio, siguiendo numeraciones que no responden a un criterio único. En realidad no responden a ningún criterio. Así, la calle Sarmiento al 200 aparece por lo menos una docena de veces en lugares que —según acabamos de suponer— pertenecen a la misma ciudad.
No es la intención de esta nota cuestionar la extensión del distrito federal ni pronunciarse en contra de las autonomías municipales. Pero es evidente que Buenos Aires ha crecido mucho más allá de los territorios que se le asignaron en el 80 y a estas alturas parece indispensable inventar algo ingenioso para estar a la altura de las circunstancias.
Para decirlo de una vez: aún cuando a los señores del Gran Buenos Aires se les tiene por porteños, su existencia transcurre entre innumerables penurias que la gente de la Capital ni siquiera imagina. El apartado siguiente servirá para intentar una somera enumeración de calamidades cotidianas.
Catálogo de calamidades.
El Gran Buenos Aires es feo. Con una fealdad que no surge, como puede pensarse, de la pobreza.
Existen —es cierto— zonas privilegiadas de cierta hermosura. Pero el 80 por ciento de su superficie está cubierta por edificaciones descascaradas y sin terminar, barriales sempiternos, veredas intransitables y calles que no conducen a ninguna parte.
En muchos barrios la gente amontona la basura en el centro mismo de las esquinas, sin que nadie la recoja. Existen problemas con el agua y las cloacas. Hay zonas donde es más fácil encontrar un chorro que un vigilante.
No es cierto que el aire esté menos contaminado. El tránsito es un desastre y la señalización escasa.
Hay, eso sí, semáforos. En cualquier parte. Puede faltar agua, electriciclad o limpieza, pero no semáforos. Abundan también las gomerías y los corralones de materiales de construcción.
Una reflexión aparte merece el transporte. Los ferrocarriles prestan menos servicios que hace veinte años. En la década del 60, el ferrocarril San Martín sólo interrumpía su funcionamiento durante una hora por noche. Él último tren de Retiro salía a las tres de la mañana y el primero a las cuatro. Hoy, el último tren hacia el centro pasa por la estación Caseros a las 0.21 y el primero a las 3 y media de la mañana. Los colectivos que circulan toda la noche son pocos. Por supuesto hay extensas comarcas alejadas de las estaciones y avenidas que, en horas de la noche, solamente pueden ser abandonadas a pie. La única alternativa es llamar por teléfono a la estación y pedir un taxi, pero ocurre que tampoco hay teléfonos.
Una aclaración: si bien los trenes no funcionan en la madrugada, los boliches de las estaciones suelen permanecer abiertos. Se trata de establecimientos frecuentados por curdelas entusiastas y morochos levantiscos, que matizan las largas esperas de los pasajeros con groserías y provocaciones.
Frente a las estaciones, es fácil encontrar locales de esparcimiento con juegos mecánicos. Allí vastos sectores de nuestra juventud olvidan momentáneamente el sentido trágico de la vida, mientras juegan con las maquinitas luminosas escritas en inglés.
También hay rascacielos. Gigantescos edificios de veinte pisos a cinco cuadras de los enormes descampados. Onerosos departamentos de dos ambientes en Paso del Rey. Estos lugares constituyen un hecho demencial, ya que combinan, con toda perversidad, los inconvenientes del centro y el suburbio, sin ofrecer ninguna de sus ventajas.
Algunas paradojas y curiosidades.
Habida cuenta de la pálida realidad suburbana, uno no tiene más remedio que asombrarse ante ciertas compadradas que —con la mejor intención— se permiten muchas entidades públicas y privadas.
Así, usted oirá hablar muchas veces de la "Ciudad de Caseros". ¿Por qué no hablar, entonces, de la "Ciudad de Almagro" o la "Ciudad de Villa Urquiza"?.
Todos los barrios parecen tener berretines de gran urbe. Pero la grandilocuencia es cosa corriente en estos parajes: cualquier potrero puede llamarse "Parque Ingeniero Rabuffetti". Dos hamacas y un sube y baja son el "Centro Municipal de Recreación Coronel Cascioli". Una cancha de fútbol sin marcar es el "Complejo Deportivo Arquitecto Bonfanti".
Vean: en las inmediaciones de la estación El Palomar existe un yuyal. Entre los yuyos asoma un cartel que dice algo así: "Esta obra es una realización conjunta de la Municipalidad de Tres de Febrero y la empresa Ferrocarriles Argentinos".
¿Qué obra? se pregunta uno. ¿El yuyal? Difícil. ¿El caminito que lo atraviesa? No creo. Más bien esta vía de comunicación parece haber sido trazada por la constancia de los vecinos, que siempre cortan por el mismo atajo. Tal vez la obra gestada en conjunto consista únicamente en el cartel que la anuncia.
El arte en el Gran Buenos Aires.
El suburbio porteño de las primeras décadas del siglo no se parecía a éste.
Se trataba de un suburbio arrabalero. Suburbio y arrabal —como bien lo ha descubierto Horacio Ferrer— no son la misma cosa.
Los barrios periféricos de aquel entonces (Saavedra, Avellaneda, Mataderos, Liniers) mantenían un vínculo sentimental con sus pobladores. Este sentimiento se traducía en actividades comunes que unían a los vecinos: clubes, bibliotecas, tertulias, bares. Muchos de estos barrios llegaron a tener un cierto estilo propio que los diferenciaba de los otros.
Siendo más pobre, la construcción revelaba un cariño y una preocupación estética que no existe en la actualidad.
Pero hay algo más importante: estos barrios fueron capaces de darse su propia expresión artística. Existieron pintores de la Boca, músicos de Pa-lermo y cantores de Pompeya. La poesía, el tango y la pintura reflejaban y hasta mencionaban expresamente el barrio que les había servido de inspiración.
En nuestros días, nadie le canta a Villa Tesei o a la parada Kilómetro 18.
Todo es cuestión de empezar. No estaría mal que alguno de nuestros lectores intentara componer la zamba "Nostalgias de William C. Morris" o la milonga "Señores, soy del cruce José C. Paz".
Orígenes y perspectivas.
¿Cómo empezó a gestarse este gigantesco andurrial?
Hay muchas explicaciones, todas ellas verdaderas. Las migraciones internas, el crecimiento industrial, la especulación horizontal a través de loteos sin ton ni son.
En este momento el Gran Buenos Aires está recibiendo el aporte de muchas familias que provienen de la Capital. Se trata de gente que huye de los alquileres demasiado altos. Y de Boedo pasa a Muñiz.
Tal situación ha conducido a muchos pensadores a razonar que toda mudanza es deplorable.
Esto es cierto. Cada persona que abandona su barrio deja tras de sí —sin saberlo— una gran porción de nostalgia. Además, las casas desalojadas suelen ser ocupadas por vecinos nuevos, y ya se sabe lo desagradables que son los vecinos nuevos.
Pero sigamos con lo nuestro. ¿Qué debe hacerse para remediar los males que hemos venido enunciando?
Nadie lo sabe. El Gran Buenos Aires es como es, sin que podamos echarle la culpa a intendentes incapaces o a los malos gobiernos. No existen soluciones fáciles. Cuando uno recorre ciertos barrios llega a pensar que lo mejor que podría hacerse es demoler todo y construirlo de nuevo.
Tal vez todos estemos medio locos y alberguemos ideas absurdas acerca de los lugares donde conviene vivir.
Lo cierto es que nuestro destino está indisolublemente vinculado a la ubicación de nuestro domicilio.
Es más fácil ser un reo en Lugano que en Recoleta. Es más sencillo ser futbolista en Caseros que en el Once.
Y esto nos conduce a reflexionar que el mejoramiento del suburbio debe —quizá— realizarse por caminos interiores. Es necesario apostar al jardín antes que al garaje. Las flores siguen siendo gratis.Pero falta mucho para que esto ocurra. Hay que tener mucho corazón para amar a parajes tan inhóspitos como González Catán. Sin embargo, el esfuerzo vale la pena. El propio autor de estas meditaciones ha aprendido ya a querer a su barrio de un modo entrañable. Un barrio que no es precisamente Beverly Hills.
Buenas tardes.
Revista Humo(r), Número 53, Marzo de 1981.
sábado, 31 de enero de 2009
Tristezas del Gran Buenos Aires
Escribe Alejandro Dolina
Etiquetas:
Alejandro Dolina,
Gran Buenos Aires,
Revista Humor
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Ni qué hablar de Caracas, mejor no te cuento.
ResponderEliminarEl detalle: Cuando nombrastes la avenida General Páez recordé que ese procer venezolano pasó un tiempo en Buenos Aires y que fue tratado con la deferencia que su investidura merecía. Por cierto, el actual Presidente venezolano se ha dedicado a satanizar la figura de dicho procer.
Pero en realidad te escribía para agradecerte tu debate en el blog de Laura. Muy atinada tu sentencia. Yo desconocía los datos que plasmates allí. Gracias por ilustrarme.
Muy buenas Ali! Gracias por pasar y por tu comentario. Este texto es uno de los menos difundidos de Alejandro Dolina, admirado escritor de nuestro pais. Aunque situa toda su obra en Buenos Aires, uno reconoce los seres que describe en varios lugares del planeta. Y ultimamento todos los paises se parecen. Hasta juraria que ahora el clima de Caracas es el mismo que Buenos Aires.
ResponderEliminarVeremos que opina Laura de nuestras observaciones, si concuerda con alguno o se rie de nosotros.
Un abrazo!
PD: La avenida es General Paz, pero estuve buscando información sobre el General Paéz y es poco lo que encontre, cualquier información me gustaria recibirla.
Jeje, che si el clima se pareciera, y tuviéramos y una playita cerca... jeje escribiría en tanga! juajua!
ResponderEliminarAhora el tema: El mencionado por Dolina, y que terminó dando su nombre a la gran avenida que divide la capital federal del resto de la provincia es el General José María Paz, criollo militar argentino del partido de los unitarios, nacido en la provincia de Córdoba y falleció en Bs As, luchó por la independencia con uno de los mejores (sino el mejor) y mas patriota: Manuel Belgrano.
José Antonio Páez fué un militar venezolano que también luchó por la independencia de su país; él junto a Simón Bolívar, pero después se levantó contra él, llegando a ser presidente en tres oportunidades. De ahí que Chávez hizo sus declaraciones.
Un abrazo, chicos!